Algunas evocaciones acerca de Lissy
Desde
mi infancia, lo admito, invariablemente he sentido gran entusiasmo por los
perros grandes, macizos, de patas musculosas, buen movimiento de rabo y un poco
bravíos; esos modelos con presencia que cuando ven a su amo, de la dicha
quieren tumbarlo sin importarle que venga cargando hasta las bolsas de los
mandados en ambas manos.
No
obstante, los perros menudos también me atraen; pues algunos, con sólo la
expresión de sus ojos y sus movimientos cadenciosos, son capaces de apoderarse
hasta de aquellos individuos bien aburridos. Creo que la existencia de Lissy podría
certificar esto último.
ii
Lissy
fue una perrita caniche a la cual yo le tenía un singular cariño y admiración, pues
me había conquistado íntegramente con sus maniobras y un particular comportamiento
hacia mí, además de que era la figura consentida de la casa.
Había
llegado a su nuevo domicilio, aquel feliz día en que mi pequeña hija se encontraba
en sus habituales tareas escolares. De pronto, al mirar por la ventana, le
llamó la atención ver que su madre traía en brazos, una perrita que le había
regalado algún fulano. Estremecida, salió corriendo para ver aquella linda figurilla;
clavó sus ojos en ella, la tomó, y lo único que atinó a decir fue: ¡qué agraciada
es; yo la quiero, yo la quiero! Y a partir de ese día, fue enteramente su
mascota y así fueron creciendo juntas, al calor incluso del resto de la familia.
Al
principio hubo que tenerle mucha paciencia, puesto que era bien pícara. Le gustaba
orinarse en la sala, y mordisquear los sillones, pero lo más relevante era que tenía
la costumbre de subirse en la mesa y comerse la repostería que preparaban en la
casa. Más de una vez el hocico le quedó lleno de lustre de varios colores, y entonces
había que correr, sobre todo cuando el cliente ya tocaba la puerta para retirar
el pedido. Y Lissy, aun con los bigotes llenos de azúcar. ¡Vaya lío!
iii
Cuando
yo visitaba a mi hija Lillianita, el dócil animal dejaba su único quehacer que consistía
en deambular, y presurosa, como si fuese un puñado de pelos caminando, acudía a
mí para saludarme; para conocer que nuevas le traía. Era como ver una bolsita
de algodón recién cosechado, con cuatro patas.
Al
observarla detenidamente, parecía que no podía contemplar el mágico entorno que
la rodeaba, ya que sus vivaces ojitos estaban parcialmente obstruidos por
primorosos colochos que nacían de su insignificante frente. Pero nada más
alejado de la realidad: este resplandor de relajación, de la mano de su ama, disfrutaba
placenteramente de todo un mundo de objetos materiales y de estímulos que
sucedían a su alrededor. En fin, todo un exquisito panorama con el que ella se recreaba
ampliamente desde su insondable condición, con la estrellita iridiscente que
llevaba adherida en su pequeño corazoncito.
iv
Cuando
yo instintivamente le separaba su pelo ensortijado, quedaba al descubierto una
blanda mirada que parecía insinuar su complacencia de haber llegado a un acogedor
hogar, donde recibía constantemente soplos de afecto, voces de satisfacción y
claros mensajes de amor y educación.
Su constante
alborozo acaso sugería la aprobación de sentirse bien acomodada en una zona
rural, donde los vistosos granos de café en plena cosecha, competían con el rojo
agónico del atardecer; ese atardecer que iba muriendo quedo, llevándose consigo
para siempre, aquellos grabados de las festividades familiares recurrentes que
aún permanecían incrustadas en mí, como huella indeleble.
v
A mí
me daba la impresión de que para Lissy, todos los días eran iguales. Parecía
que no distinguía un domingo de descanso, de un lunes laboral. Posiblemente
ignoraba cuándo se celebraban las Pascuas de Resurrección; cuándo las fiestas
navideñas; pero casi estoy seguro que sí podía adivinar el dolor que mostraba
mi corazón lacerado, cuando tuve que alejarme de ella.
Esos
difíciles días, yo le miraba fijamente sus receptivos ojitos tratando de compartirle
mis desdichas, y ella parecía interpretar la angustia que embargaba mi ser,
cuando gemía al mismo tiempo que mostraba su lengua rosa para lamer mis lánguidas
manos y así tratar de alterar mi semblante.
Mis
monólogos interiores con Lissy eran breves; breves aunque entrecortados, y directos,
sin reservas. Me emocionaba como ella se quedaba vigilante, oscilando su
cabeza, pero sin dejar de mirarme fijamente. Su disposición hacía que yo me
abriera más en mis apreciaciones, y mientras arrullaba sus sensibles rizos, trataba
de razonarle lo que se avecinaba: la irremediable doble separación, de ella y
de su entorno. ¡Cuántas veces me escuchó!
vi
Igualmente
yo tenía la sensación de que esta despierta cachorrita podía determinar la
alegría que embargaba a sus seres queridos. De algún modo intuía cuando la
mañana radiante infundía en sus cuidadores, nuevos bríos para recuperar las
fuerzas disminuidas por la faena y las actividades del día anterior, y así poder
enfrentar remozados las diversas actividades cotidianas. Y es que ella poseía la
magia de rectificar un ambiente pesado, tornándolo en un contexto liviano, propicio
para que los niños fueran creciendo juntos, de la mano de esa lamparita
viviente que iluminaba sus rostros y que además esparcía las simientes de la
paz, de la unión y del amor.
vii
Al
margen de lo anterior, lo que indudablemente ilusionaba a esta perspicaz
mascota, era callejear con su pasatiempo preferido: el devoto juguete mullido, atrapado
en sus diminutas hileras de dientes lechosos. Si bien este lucía roído,
amortiguado y sin relleno, a su pequeña dueña esto parecía no importarle; tal
vez le interesaba, no su apariencia externa, sino la esencia misma de su
predilecto muñeco de felpa, tal como lo conoció el primer día que se lo
regalaron. Quizá por eso no le aburría; quizá por eso siempre estaba alegre, moviendo
su exigua cola, cargando perpetuamente a su dilecto pelele.
viii
Después
de disfrutarla por más de seis años, Lissy ya comenzó a exhibir los indefectibles
síntomas de la vejez: estaba próxima a franquear la línea del tiempo, para ingresar,
y utilizando la terminología moderna, al grupo de ciudadanas de oro.
Entonces,
obedeciendo las leyes universales que todo lo rigen, su cuerpo empezó a mostrar
algún desgaste; sus ojitos pausadamente fueron perdiendo fuerza hasta que un
día de diciembre la querida compañerita, sosegada y dejando impregnadas las
paredes de la casa de hermosos recuerdos y anécdotas, expiró.
ix
Haciendo
un balance de mis situaciones personales inolvidables, es indiscutible que con
mi confidente perrita pasé momentos seductores muy hermosos, a la par de Lillianita
y sus otros dos celosos cuidadores.
No
exagero al afirmar que de esta perdurable cosita, aún advierto las vibraciones perrunas
que subsisten en alguna otra dimensión del cosmos.
Y gracias
a ella, algo importante para mí, aprendí a valorar y a vivir esos pequeños fragmentos
que constantemente nos regala esa fuerza desconocida, o estrella, que no vemos;
esos trozos que alegran nuestras vidas, que obviamos, y que nos invitan sutilmente a frenar los abrumadores
procederes cotidianos.
A ti amiguita, hasta el valle de las almas caninas,
te envío mis recuerdos imperecederos: fuiste mi compañerita encubierta, como
ese amigo invisible al cual se le pueden detallar, absolutamente, todas
nuestras intimidades sin ningún recelo.
r.c.
PRECIOSO!
ResponderEliminarMuchas gracias.
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