La bailarina del joyero musical: drama en el escenario [1]
A mi pequeña
bailarina, de faldita rosa
A Lilliana María
Como si obedeciese a una trasmisión del pensamiento,
la agraciada durmiente, hasta este momento tumbada sobre el aterciopelado paño,
sale del coma y animada, se prepara para la exclusiva gala. Antes, su delicado
perfil verifica en el cristal reluciente sobre el cual se dispone a ejecutar la
coreografía. Está satisfecha con la primorosa silueta que observa. Pareciera reflexionar:
“Luzco impecable. Ahora a complacer a mi señor”.
Erguida sobre la luminosa pista, aparenta sonreírle airosa
al único espectador quien desde su butaca de piel natural, frenético la recibe,
le aplaude, le infunde intensidad. Es su perturbado seguidor eterno, que la
invoca invariablemente cuando la nostalgia de pronto perfora su intimidad; cuando
ciertos pensamientos ligados a su pasado, le provocan inestabilidad emocional. Precisa
de su confidente bailarina en aquellos instantes de añoranza, sobre todo en determinada
época del año.
Es el admirador acérrimo de su baile señero que desde
los arcanos de su alma, le infunde soplos de vida para cristalizarla en su
conciencia, en un auténtico ser de carne y hueso.
Ya, en ese estado de alarma mental, es apremiante eclipsar
esos destructores grabados, con el mágico baile que sólo puede brincarle su
idolatrada confidente.
***
Sobre el espejo que sirve de superficie a sus seductoras
acrobacias, la danzarina se desliza uniforme, como sirena sobre la cima de la
ola, al compás de la celestial música que penetra todo el entorno.
En ese reducido escenario, resulta confusa de
localizar la génesis de las notas musicales. Pareciera que unas veces ascienden
como diminutos globos polícromos, y otras, que se descuelgan pausadas, como gotas
de rocío que penden de la hoja. No obstante, la bailarina advertiría las seductoras
notas en estricto orden y ritmo, puesto que se desplaza con puntual sincronía.
***
Con sus ojitos invariables, donosa se mueve sobre el
espacio circular. Su mano derecha, de manguito aterciopelado tan sólo toca su
cabecita ceñida con argéntea diadema, que la hace lucir como una auténtica princesita;
la izquierda, desnuda y ligera, apenas frota su menuda
cintura. Sus zapatillas de media punta y joyante seda, dan la impresión de
que quisieran desafiar las leyes gravitatorias y permanecer suspendidas en el
aire ante la rotación maestra de sus flexibles pies.
Suntuosa, como plumón llevado por el viento, exhibe toda
la soltura de su grácil cuerpo, de su cuerpo infinitamente delicado, eurítmico
con el sonido que produce la rotación automática del dispositivo que frota las laminillas
metálicas de la cajita musical.
Con los ojos magnetizados, el apasionado espectador
registra en su mente los giros completos de todo el
cuerpo de su amada, que conserva el equilibrio sobre una pierna. En un instante dado, la música hace una efímera pausa,
lo que aprovecha él para concentrarse en algunos compases que se repiten
acentuados una y otra vez, a la vez que alucina al ver a su ídolo delineando círculos,
para luego dar un salto angelical.
Despacio. Una..., dos..., tres vueltas...
Después un triple giro de puntillas.
Ya una voltereta; ya una cabriola con los pies
juntos.
Ahora las piernas juntas; luego los pies abiertos
hacia afuera.
Por último, su enajenación llega al clímax cuando la
imagen de su consentida danzadora aparece reflejada en los múltiples espejitos
de plata que rodean el cofrecillo.
***
En ese estado, de pronto los recuerdos pulsan su mente,
e invariables, series de imágenes distorsionan aún más su intelecto. El
profundo surco mental que había edificado hacía años, se había rasgado.
Entonces con pesar revive aquella época, en que todavía juicioso, contempló a su
pequeña sirenita, como la bautizó aquella inolvidable mañana del 25 de
diciembre, cuando se la regaló a su primera heredera allá, en una apacible
vivienda colmada de amor y paz.
En este instante, sus ojos se tornan lacrimosos al
revivir aquellas ilusiones que otrora se mantenían intactas, y el juramento de alianza
aún estaba vigente.
Con gran expectativa, allá la vio deslizarse por
primera vez sobre la superficie cristalina, al compás de la misma melodía
colmada de sentimiento. Jamás olvidaría esa impronta, intensificada por un
ambiente engalanado con las sonrisas de ilusionados niños cubiertos de regalos.
***
Despierta de su letargo y de inmediato, sacude la
cabeza para regresar al presente. Contra su voluntad, pero más sosegado y pleno,
siente que ya es hora de finalizar la función, y terminar con el embrujador
baile de su amiguita bailarina.
La melodía acaba. El encantador bucle que caía sobre
la frente de la muñequita, ya no juguetea al compás de la melodía. El traje de
nácar pierde consistencia y mustio se torna.
Pesaroso, mirando a su anhelada protegida y antes de
acostarla en su alcoba, le hace el ritual del guiño, le
toma su manita descubierta y la besa una, dos, tres veces a la vez que
acaricia sus deditos de alabastro oriental. Ya su amiguita del alma duerme
sobre la pana del sombrío joyero musical. Empero, la fijación todavía persiste
en él, lo que le impide arrinconar los destellos virginales de su muñequita y
erradicar el resplandor de sus mejillas de rosa.
Finalmente se detiene, y su mirada se desvanece sobre
la cajita sonora Impregnada de recuerdos. Sintiendo que la tristeza invade su
corazón, alista la llavecita para introducirla en la cerradura de su cómplice joyero.
¿Su consuelo? Comprender que apenas se asome la
sombra de la soledad y se torne insoportable en las noches de vigilia, en ese mismo
momento, podrá despertarla y ovacionarla una vez más, con ese aire de ángel haciendo
gala de su magnético baile.
Entonces, hundido permanece en su reclinable sillón preferencial.
r.c.
[1] Inspirado en el tema musical “La bailarina de la
caja de música”, del pianista canadiense, Frank Mills
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