El Bolero de Ravel: galardón a la monotonía


 
Cuando escucho el bolero de Ravel,1 quizás una de las composiciones musicales más famosas del siglo XX, me he preguntado por qué esta obra, con tantos compases repetidos una y otra vez, no cansa al receptor y éste, lejos de abandonarla, más bien continúa escuchándola embelesado hasta el final de los 16 minutos que perdura.

Informándome un poco de tal singularidad, pareciera que Maurice Ravel, compositor francés de esa pieza musical en 1928, tenía dos rasgos particulares de cuya combinación pudo haber concebido tal inspiración: era perezosillo a la hora de escribir, y tenía fuerte pasión por marcarse metas y superarlas. 

Entonces posiblemente debido a tal indolencia, hizo una melodía que pareciera ser siempre el mismo sonsonete. Escuchando por ejemplo el imperturbable golpeteo del redoblante, se nota que siempre es el mismo de principio a fin (compases que se ejecutan 169 veces a lo lardo de toda la partitura). Y para superar el reto de hacer una creación que fuese delicada y absorbente, utilizó según los críticos la técnica de la orquestación: una acumulación constante de instrumentos que repiten la misma música cada vez más fuerte. Cuando a Ravel se le agota la flauta, el clarinete y el fagot,  empieza a añadir el oboe de amor, (ligeramente más largo que el oboe), la trompeta y el saxofón con afinaciones poco habituales.

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Al inicio, las sugerentes manos del director casi inmóviles, apenas se deslizan sutilmente delante de los músicos, invitándolos a ejecutar los instrumentos con luminosidad gozosa: decididamente en instantes brotarán las primeras notas musicales sobre un entorno ansioso.

Diáfana, penetrante,  inicia la flauta… 

Después se da un aumento gradual en la intensidad del sonido (el crescendo), lo que provoca que en ningún momento el espectador tenga la sensación de aburrimiento, y más bien lo asimile con agradable motivación.

Luego los movimientos enérgicos de la batuta indican que toda la orquesta debe entrar en acción: las cabelleras de los ejecutantes oscilan al compás de los acordes, y los arcos se deslizan al unísono sobre las cuerdas de los violines. Coincidentemente las frecuencias vibratorias energéticas del espectador llegan a límites críticos, y sus terminaciones nerviosas parecieran adoptar el movimiento de las magnéticas manos del conductor musical. Debido al carácter y a la intensidad de la partitura, el maestro permanece bien afianzado en su peana puesto que debe mantener el equilibrio corporal.

Hacia el final, las membranas de la percusión retiemblan; se escucha un gran acorde disonante que pareciera retorcer nuestros tímpanos; y, como si se tratase de un edificio que súbitamente se agrieta, la melodía concluye con una especie de “derrumbe”.

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Cabe destacar que esta aclamada pieza musical ha sido interpretada en películas, series de televisión, documentales y videojuegos.

En el filme el bolero de Raquel (1956), el eximio comediante mexicano Cantinflas, baila jocosamente esta afamada composición.

La banda sonora de la película alemana Anatomía de un acto de amor (1969), exhibida en San José, Cota Rica, tiene como tema de fondo precisamente el célebre bolero.

De igual manera, la inolvidable española Lola Flores lo baila magistralmente, en la película la Faraona (1956).

Finalmente y para sorpresa y deleite de los más de 5.000 millones de televidentes de todo el mundo, durante el encendido del pebetero en la ceremonia de Inauguración de los juegos olímpicos Tokyo 2020, las seductoras notas del Bolero de Ravel, 93 años después de su creación, saturaron la atmósfera del nuevo estadio olímpico.

Colofón

Cuando una composición musical impregna tan profundamente las fibras del oyente, y ablanda sus emociones cuando la escucha, acaso existiría en su subconsciente una conexión remota con esa interpretación. Entonces ciertos recuerdos gratos podrían manifestarse maquinalmente: digamos el estudiante enamorado que oye la Marcha Triunfal de  Aida, y revive el desfile de graduación. O la excitación de un apasionado seguidor de la historieta el  Llanero Solitario, al percibir los últimos cuatro minutos de la sublimante obertura de Guillermo Tell. 

¿Entonces, cuál otra reacción debería esperarse de un músico en ciernes, que en su infancia ya está manoseando un instrumento musical, y concurrentemente empieza a desarrollar complacencia y sensibilidad musical? 

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Así que aliviemos la mente del ajetreo cotidiano y disfrutemos de este soberbio espectáculo[2], en realidad, un galardón a la monotonía.


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